Baile frenético, dulzura en la mirada
Se levanta pronto. Mujer de costumbres. Mente inquieta,
sonrisa permanente. Primero el resto, y luego ella. Siempre. Pasan las horas.
Trato de visualizarla, de observarla, de extraerla de su entorno. Es ágil, es
bella, siempre en movimiento. Si adelantásemos la cinta un poco, cámara rápida,
veloz, como su mente, descubriríamos que sus movimientos son arte.
Baila segura, siguiendo el frenético ritmo de la vida; sin
dudar, sin parar, sin errar. Gira, salta. Con la punta de sus dedos trata de
alcanzar las nubes, pero sus pies apenas se separan de la tierra. Abstracción.
Ella baila. Ella ríe. ¿Sola? Nunca. Ritmo constante, perfecta coordinación. En
definitiva: belleza. Abraza la vida y, en compensación, la vida le guiña un
ojo, cómplice, traviesa.
Entre bastidores, sin embargo, resulta más complicado
apreciar este frenesí, esta energía tan abrumadora y, a la vez, delicada.
Sentada en el jardín, la confundes con las flores. Girasol, busca siempre un
rayo que le quite el frío. Y luego brilla, y no solo bajo el ardiente astro.
Hay brillo también en sus ojos. Sentada junto al agua, es como si su mirada
fuese una prolongación del océano. Te atrapa, te ahoga; e incluso si te acercas
se convierte en caracola y puedes escuchar lo que hay en su interior: los
latidos de un corazón que no es de ella, es de todos. Sobre todo, desde la
primera vez que pude atravesar esos ojos azules y mis labios perfilaron en el
aire por primera vez un sincero “mamá”. Sigue ahí, en el fondo. Solo hay que
entender su baile.
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