Cuando se encienden las luces de Navidad

Hay momentos en la vida que provocan revuelos en el interior de las personas. Un beso apasionado, una tierna caricia, recibir una buena noticia, reencontrarse con un amigo… Todo esto es, obviamente, muy subjetivo. Pero estos últimos días me he parado a observar un fenómeno que, no importa las veces que se repita, provoca un agradable revuelo generalizado en un grupo de personas.
Es fácil en estas fechas ponerse melancólico y repetir lo que escuchamos a diario en canciones, anuncios publicitarios y películas prototípicas: la Navidad es época de ilusión, de alegría, de compartir, de amar. Tampoco voy a negar todo esto, porque soy la primera en declararse una gran fan de la Navidad, y sería hipócrita por mi parte rechazarlo. Lo que sí considero, es que la mayoría de nosotros tenemos este discurso tan interiorizado que se nos pasa por alto el verdadero significado de la ilusión, del amor, del compartir y de vivir profundamente la Navidad. Lo tenemos tan asociado a la ilusión de recibir un regalo, a las historias de amor que vemos en las películas navideñas, al compartir grandilocuentes cenas de empresa o un décimo de lotería… que no somos capaces de ver más allá del significado comercial y capitalista de la Navidad. Y esto hace que en muchas otras personas la ilusión se pierda, se rechace. Lo que hay que hacer es observar, protegerse de las potentes luces de los escaparates y centrarse en encender nuestras propias luces. Porque en Navidad lo que realmente brilla son las personas.
Esta semana, paseando por el centro, estaba lloviendo y la gente caminaba apresurada, estresada, mirando hacia el suelo o buscando un lugar donde refugiarse. De repente, como por arte de magia, las luces de Navidad de las calles se encendieron, y me paré a observar con gran emoción cómo poco a poco, cada persona a su manera, se iba iluminando. Los primeros, los niños, los que nunca pierden la ilusión, lanzaron sus paraguas y se pusieron a bailar bajo la lluvia alrededor de un árbol de luces que emitía una melodía muy navideña. Miré hacia mi derecha, a una chica que hace unos segundos hablaba por teléfono quejándose de la lluvia, y que ahora miraba hacia el cielo esbozando una sonrisa, mientras que sus ojos brillaban reflejando el blanco y el azul de las luces colgadas en las farolas de la calle principal. Decidí continuar mi camino a casa. Un chico que siempre toca el violín en la esquina de una de las calles más frecuentadas de la ciudad, decidió seguir tocando bajo la lluvia una preciosa melodía navideña de Tchaikowsky, mientras que un señor mayor con su mujer le escuchaban abrazados bajo su paraguas. Mientras continuaba por esa calle me di cuenta de que las tiendas estaban cerrando, los escaparates se apagaban, y sin embargo nunca había visto esa calle tan llena de luz. Debido a la lluvia, las luces de los móviles, tan comunes en las manos de las personas, también habían desaparecido.
Sí, sólo brillaban las personas. Las luces de navidad se reflejaban en los charcos del asfalto creando un halo de luz mágico. Y entonces me di cuenta, me encendí yo también, por mis propias razones: por la ilusión de pensar que dentro de poco volvería a ver las luces de mi ciudad desde el avión al volver a casa, sentiría ese olor tan familiar de la cena de Nochevieja en casa de mi abuela… y millones de recuerdos festivos se apoderaron de mi.  Y es que en Navidad hay que mirar en todas las direcciones, observar a los demás, dejar de interiorizar las luces que nos venden y buscar nuestra propia luz. Y es en ese momento, en el que somos capaces de brillar y de ver la luz en otras personas y sus acciones, cuando sabemos realmente valorar las pequeñas cosas de la vida. Pero cuidado, no solo se brilla en Navidad, hay que mantener la luz encendida siempre. Y eso es lo apasionante de la Navidad. Y eso es lo bonito de vivir.  



Comentarios

  1. Muy bonito Paula, me quedo con ese recuperar la luz interior y mantener ese brillo siempre valorando las cosas que realmente importan y a aquellos a los que queremos.
    Saludos

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    1. Gracias! Efectivamente, nunca hay que olvidarse de eso. Un beso!

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