"Captain Fantastic" y la (imposible?) lucha contra el sistema

Captain Fantastic es una película poco convencional, como lo es la historia que en ella se plantea. La historia de un padre que trata de criar a sus 6 hijos totalmente aislados de la sociedad norteamericana invita al espectador a reflexionar sobre si de verdad es posible, a día de hoy, vivir como salvajes en plena naturaleza.
En otro post en el que hablaba sobre la novela de William Golding, El Señor de las Moscas, hice un análisis sobre la verdadera naturaleza salvaje del ser humano y sobre todo, de los niños. Pero este filme no plantea esa idea, sino que propone la posibilidad de subsistir hoy en día tratando de obviar todos los avances que la sociedad moderna nos ofrece (los buenos y los malos).
Las primeras secuencias de la película no dejan al espectador indiferente: la sorpresa se combina con el interés por esa forma de vida tan extravagante, poco convencional y a su vez salvaje que un Viggo Mortensen (espectacular, por cierto) como padre de familia numerosa tiene tan bien organizada y planteada en medio de un frondoso bosque americano. Según la cinta avanza, nos damos cuenta de que ese sistema tan cuidadosamente planteado tiene muchos agujeros, le falta algo que hace que no termine de funcionar del todo. Esto lo va descubriendo nuestro “Captain Fantastic” en el momento en el que, debido a un imprevisto, tiene que atravesar el país con sus hijos, lo cual implica el choque con el mundo real.
Nos damos cuenta de que estos niños son muy inteligentes, saben hablar de cualquier tema ya que su educación ha sido exquisita, y que debido a su fuerza y habilidad podrían sobrevivir a cualquier situación de peligro o supervivencia en medio de la naturaleza. ¿Pero qué hay de la supervivencia en el asfalto? De eso poco saben los pequeños cazadores: desconocen totalmente lo que son las relaciones sociales, la comida basura, los sentimientos por el sexo opuesto… están totalmente perdidos, aislados del mundo real. Es como si viniesen de otro planeta. De esto los niños, unos más que otros, se van dando cuenta a lo largo de su intenso viaje; y yo, como espectadora de estos acontecimientos, no pude evitar sentir cierto odio hacia ese padre que no se daba cuenta de la locura que estaba cometiendo al educar a sus hijos de tal manera. Quería gritarle, zarandearlo, explicarle que esa no era la mejor forma.


Inevitablemente, y sin querer hacer ningún spoiler, poco a poco se va dando cuenta de que ese modo de vida, de que esa “utopía” que pretendía crear es completamente insostenible, sobre todo una vez que los niños conocen “el mundo exterior”. Y en este momento le coges cariño a esa familia tan peculiar y entrañable, perdonas al padre por su locura inicial, ya que el personaje evoluciona dándose cuenta de sus errores.
El final de la película nos deja la puerta abierta a diversas interpretaciones sobre el posible balance o decisión final que este padre toma, dispuesto a ofrecerles a sus hijos un pequeño trozo del mundo del que en su momento tanto renegó. Al acabar la película uno no puede evitar reflexionar sobre lo que es o no es bueno, lo que se debería o no se debería hacer. De todas formas, sea cual sea la opinión que cada uno pueda tener respecto a la sociedad en la que vivimos (y la sociedad Americana en este caso), una cosa nos queda clara: los extremos nunca son buenos. Y esa es la moraleja que nuestro capitán logra aprender, cuando decide que lo más apropiado es tomar “lo mejor de ambos mundos”, regalándole al espectador una preciosa escena en medio de la naturaleza en la que los pequeños actores versionan de forma fantástica el tan conocido Sweet Child O’ Mine de Guns N’ Roses como metáfora de esta fusión final entre dos extremos.


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