Ocho

Para muchos un número cualquiera. Para nosotros, ese día inolvidable. 
Pero es que no todos los ochos son iguales. El nuestro es un ocho evolutivo: un ocho que comienza formándose a partir de la unión de dos círculos desiguales. Círculo arriba, levanto el lápiz del papel, círculo abajo. Y listo. Como cuando un niño empieza a practicar en su cuadernillo el trazo de esta cifra, éste es inocente, sencillo, nada retorcido como esos ochos que se ven más adelante. La unión es sencilla, sin importarle a nadie el cómo, el dónde ni el cuándo: simplemente importa que dos círculos completamente extraños ahora suman ocho. Y todo lo que esa suma significa para ellos, más allá de lo que las convencionales matemáticas digan. 
Pasa el tiempo, y su trazo se va perfeccionando: se van haciendo expertos en esto de quererse, de unirse y de entenderse. Sin llegar nunca a perder su carácter individual de círculo, ahora el trazo lo marcan juntos. Apoya el lápiz en el papel, empieza desde arriba, y no lo levantes hasta que llegues al mismo punto en el que empezaste. De esta manera, ya no se sabe quién va antes, ni quién después, porque lo hacen juntos, a la vez. Dónde uno empieza, termina el otro, y viceversa. Y esta vez que están juntos, también se retuercen. De esta forma, ahora incluso parece que ese ocho inicial se ha alargado un poco, como si quisiera estirarse, como si los dos círculos se abrazasen entre ellos. Y así un día, entre tanto abrazo se hicieron cosquillas. 
Empezaron a reírse hasta que se rindieron cayendo al suelo, uno encima del otro. Y así, disfrutando de ese breve momento de felicidad, descubrieron que en realidad sí que podían alargar el tiempo, ya que juntos, tumbados, disfrutando y queriéndose se dieron cuenta de que el 8 ya era un infinito. Infinitas veces 8, y hasta el infinito juntos. 


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